La cancha era inmensa. Era tan larga que parecía el Monumental donde Kempes pocos días antes les había sacado jugo a las naranjas holandesas. El equipo estaba acostumbrado a la canchita del patio del colegio. Las baldosas rojas esta vez sí eran una verde gramilla. El negro Palacios había organizado el partido. Todo parecía más grande.
El arquero se vistió como siempre: se puso la campera celeste y se subió el cierre hasta arriba. En la espalda no llevaba su nombre como lo hacen ahora. Apenas se animó a imprimir en su espalda el nombre del colegio. Por entonces tenía varios ídolos: el “Negro” Ruiz que “quedaba” en Atlético; el “loco” Gatti que desde el arco de Boca decía que “en el puesto más bobo él era el más vivo” y el “Pato” Fillol que ya era campeón del mundo con la Selección. A ellos tres los imitaba, pero aquella mañana de sábado se sentía chiquito ante aquellos rivales. Contó los pasos que había de un palo hasta el otro y llegó hasta 16. Sintió escalofríos. Intuyó una goleada. Pero cuando sos chico crees que la vida es infinita y que podés ser supermán. Y, el arquero creyó que era el “Negro” Ruiz, el “Pato” Fillol y el “Loco” Gatti al mismo tiempo. Por eso cuando le patearon al ángulo, se arqueó en el aire como un contorsionista de circo (en aquel entonces los arqueros no volaban con la mano invertida) y aprisionó la pelota como si fuera una novia a la que no querés soltar. Cuando vio venir al delantero salió a tapar como si supiera y después voló como los trapecistas y se colgó de cuanta pelota quisieron meterle dentro del arco. Fue goleada, pero cuando terminó el partido todos se le acercaron para felicitarlo, hasta los rivales. Se sintió un gigante, el arco era chiquito al lado de su orgullo. Y después de la coca y los sángunches se acercó el técnico rival: “Arquero, querés jugar para nosotros”. “Lo voy a pensar”, contestó como esas chicas a las que les proponen noviazgo y saben que van a decir que no. Toda la semana lo pensó y dijo “no”. El arquero era así, de un solo equipo y no iba a traicionar al suyo, a su corazón. Treinta cuatro años después de aquel partido suelo hablar con el arquero y me cuenta que no entiende a los políticos de hoy y mucho menos las contradicciones de los que manejan los hilos del poder. Este hombre es el mismo chico que escucha su corazón y aprendió que decir que no lo ayuda a volar.